Aguamarina
Con mucho cariño para Alicia, por recordarme que siempre puedo abrir las ventanas para tomar el aire fresco.
Estaba en sexto año de primaria, tendría alrededor de once o doce años; en esa época quise un anillo de aguamarina. En realidad, también me dio por usar el lápiz de color que tenía tallado “aguamarina” en letras doradas, de manera que buena parte de mis creaciones tenían como protagonista alguna vestimenta de ese color; Michiru se volvió mi Sailor Scout favorita, porque me fascinaba su cabello y todo su uniforme. Supe por primera vez de la aguamarina gracias a mi maestra de ese entonces, que usaba un anillo con esa piedra engarzada en su dedo anular. Hace poco aprendí que cuando pensamos en un mineral específico es porque necesitamos algo que le es característico; entonces recordé ese anhelo de niña y busqué el significado de la aguamarina, a fin de saber qué era lo que la Jimena pequeña estaba buscando.
Encontré que, en tiempos antiguos, los marineros solían llevar consigo una aguamarina como talismán para no ahogarse. Para no ahogarme; entonces recuerdo el miedo que le tengo a las aguas profundas del mar y a las (no tanto) de las albercas; pasé buena parte de mi niñez evadiendo las burlas infantiles por no querer “sumergirme”. El miedo es una emoción muy difícil de explicar y aún más complicada de entender, sobre todo cuando no se trata del propio, y tampoco has desarrollado la empatía.
Últimamente he despertado en medio de la madrugada con una sensación de ahogo en el pecho. Si pudiera describirlo en palabras, es como no poder respirar aún cuando estás respirando. Una parte de mí sabe que el oxígeno se abre paso hacia mis pulmones, pero otra parte está convencida de que aquello no ocurre; un ahogo invisible, pero altamente perceptible para mi. Estoy recostada en la tierra, pero ahora la vida es como un océano que desconozco, no sé nadar y me estoy ahogando. De repente uno de mis peores miedos se vuelve real cuando despierto; pero no estoy en el agua, permanezco en mi cama. No logro volver a dormir, son las 5 de la mañana y ya debo prepararme para ir al trabajo. Salir a la calle implica usar cubrebocas, que también se siente como ahogarse. Me visto, hoy será un día difícil en la oficina, así ha sido desde principios de junio. Hoy no me tocará resguardarme en la biblioteca, será más bien día de estar en el epicentro del caos, en el mar de olas salvajes. Abro mi alhajero e intuitivamente elijo el anillo de aguamarina que conseguí recientemente; en ese momento le expliqué a la lapidaria que lo quería para entender a Jimena niña. Hoy mi decisión del pasado es la balsa.
El 27 de julio se cumple un año desde la primera vez que hablé extensamente sobre la violencia que viví durante 5 años. Me ofrecí como voluntaria para una entrevista, con el objetivo de contar mi experiencia. Esa mañana algo me dijo que debía usar un larimar. Esta piedra guarda similitudes con la aguamarina: en ambas el tema del agua salada es importante; el larimar funciona como herramienta que contribuye a sanar el corazón, aliviar la culpa y disipa el miedo. Esos tres elementos fueron mencionados constantemente durante la videollamada; en algún punto mis ojos se volvieron un océano incontenible. De ellos fluyó el agua salada de mi dolor y culpa. Pese a todo, fue una conversación sorora y amorosa; al colgar, lo primero que pensé fue “necesito ir a terapia”. Suelo ser disciplinada, pero en el asunto de la terapia no lo fui. Sin embargo, las sesiones que tomé cambiaron por completo la forma en que yo entendía la violencia que viví; la culpa se ha ido disipando, porque gracias a mi psicóloga comprendí que en realidad, hice muchas cosas para salvarme. Siempre quise ser Xena y en una situación tan extrema, me convertí en mi propia Princesa Guerrera.
Hace un par de semanas, estando en el trabajo, comencé a sentir el ahogo, era la primera vez que ocurría fuera de mi casa. Mi isla estaba debajo de un escritorio, ahí me senté a esperar que la sensación de respiro volviera a mi; mientras intentaba respirar profundamente, me dije “necesitas volver a terapia”. Gracias a la terapia estoy aprendiendo que cada vez que el ahogamiento anuncia su aparición, siempre puedo abrir una ventana, dejar que mis emociones fluyan, respiren; también yo puedo disfrutar el aire fresco que sopla afuera. Poco a poco voy aprendiendo a abrazar el poder inmenso de mi imaginación, lo manifiesto de múltiples formas: dibujar, escribir, bordar. Mi vida es y será siempre un océano, a veces en calma, otras con la marea alta y olas como los gigantes de los cuentos infantiles; de vez en cuando hay tormentas, huracanes, tsunamis. Yo soy una mujer que navega en sus aguas, pero también puedo transformarme, como en la canción de Christina Rosenvinge: “en la metamorfosis no sentí dolor, me creció una cola de iridiscente color”.
Evidentemente, el siguiente paso es enfrentar mi miedo no metafórico al agua.