Chuburná 180

Jimena De los Santos
4 min readApr 29, 2021
No tengo fotos, pero apenas me sienta segura como para ir a la playa, tomaré muchas.

Hace un mes participé en un taller de ensayo autobiográfico, también llamado “Cómo hacer que todo se traté de mi”. Como ejercicio final hicimos un mapa emocional. Al principio me costó trabajo decidir sobre qué lugar hacer un mapa. Sin embargo, un recuerdo interrumpió mi rato de miércoles en la oficina; ahí supe por dónde empezar a escribir. El resultado final es un ensayo que a ratos se convierte en un relato y luego vuelve a ser un ensayo.

Para encontrar el camino de arena correcto, es importante prestar atención a los carteles de las entradas, todos con nombres de peces; de ahí que desde niña, mi vocabulario para nombrarlos era más amplio en comparación con cualquier otra especie. Rodrigo y yo nos peleábamos por leer los nombres de todos los letreros en voz alta, desde el principio de la carretera que salía de la ciudad, hasta aquí. Para nosotros era nuestra manera de contribuir al viaje, ya que éramos muy pequeños para conducir un automóvil. Al fin, sellado sobre la piedra en color negro, con letras rojas, puede leerse PARGO. Aquí es donde el olor del aire salado comienza a ser más intenso.

Reconozco fácilmente la casa color mostaza y café, en veinte años se ha pintado en los mismos tonos una y otra vez; también las celosías donde los pegasos se levantan con sus patas traseras continúan como siempre, así como las ventanas de madera, que son lo más común en los puertos de Yucatán. Durante este último tiempo el salitre aún no avanza entre sus paredes, la pintura está intacta. Frente a la casa, del lado derecho, está el almendro cuyos frutos jugábamos a lanzarnos; si camino más adelante, puedo ver las uvas de playa, que si estaban lo suficiente maduras terminaban en nuestras bocas y si aún eran verdes, también servían de proyectiles. Los árboles a veces se escuchan como la risas luego de alguna travesura.

Atravieso la casa y no he terminado de poner mi segundo pie, cuando me asustan los gritos que un hombre, mi tío, le dirige a mi tía. Mis papás, mis tíos, todos los adultos intentan hacer algo, pero como yo, están demasiado sorprendidos para moverse. El espacio vuelve a quedar solitario y si camino más hacia el fondo, mi madrina está cocinando pescado, mientras el resto de la familia sale a nadar. Me quedo con ella porque algunos días creo que el mar está furioso y prefiero respetarlo. Ella me cuenta que su cuerpo ya no le permite entrar al mar, pero nada más acercarse un poco al agua le basta para alegrarle el día. Sin embargo, el resto de las semanas no saldrá de la casa. No se si ahora, mientras ve pasar el tiempo en la silla de ruedas, recordará nuestras conversaciones de verano, o el aroma del pescado que preparaba todos los días, con su receta especial, que lo hacía más sabroso.

Había que caminar dos hileras de casas para llegar al mar. A veces mis pies se sentían pesados en la arena, y otras era tan ligera como una gaviota que planea encima del agua. Si me preguntas cómo definir la palabra egoísmo, puedo decirte que es una soga que conecta dos casas enormes justo frente al mar, para que nadie pueda pasar por ahí. “El mar es público”, dice mi tío mientras desata uno de los nudos, y llegamos corriendo a la parte donde la arena es más espesa. Con cuidado me quito las chancletas y distribuyo mi peso para que las conchas de mar no atraviesen las plantas de mis pies. Me gusta entrar al agua a mediodía, pero prefiero las tardes, cuando voy acompañada de mi padre y mi padrino, quienes se van nadando hacia la parte más profunda; ellos no tienen el miedo de mi madre y mis tías, el de las que verdaderamente cuidan. No tardo en salir y escarbo en la arena mojada, a la espera de ver salir a los cangrejos.

Jessica y yo nos resguardamos en “el porch” de una de las casas “del egoísmo”. La más grande y blanca; me imagino que las casas de las personas adineradas son de ese color porque tienen la posibilidad de pintarlas cada que el salitre hace de las suyas. La tormenta es tan fuerte que nos da miedo correr hacia nuestra casa, pese a que ya estamos empapadas de lluvia. Mis papás se quedaron varios metros más adelante y preferimos esperarlos. Nosotras cantamos mientras nos abrazamos y temblamos de frío (tal vez fue de las últimas veces que nos abrazamos, porque nuestras diferencias y tendencia al drama adolescente acabaron por distanciarnos). Decidimos no esperar más y corremos a la casa, donde mi madrina, su abuela, nos espera con toallas y un regaño para nosotras, pero sobre todo para mis papás. Afortunadamente, en los días que vinieron no mostramos síntomas de gripe, pero sí la alegría que da el ser bañadas por la lluvia. Llevo casi dos años sin volver al mar, y aunque el agua es un elemento al que le temo y respeto profundamente, sé que me está llamando; por eso asoman mis recuerdos como espuma.

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Jimena De los Santos

Leo más de lo que escribo, aunque veces supero el miedo a la página en blanco. Feminista de por vida. No me gustan las llamadas telefónicas.