Una carta que no pude entregar

Jimena De los Santos
6 min readApr 18, 2021

Recibí la noticia de tu partida aparentando indiferencia y mostrando únicamente la sorpresa justa para verme desinteresada frente a mi mamá. Hace un tiempo me di cuenta que ser adulta también es tratar de permanecer firme para que los demás no se preocupen por tu tristeza. Al menos, esa es mi forma de lidiar con los dolores que tienen una herida más profunda, antigua. Trato de recordar si tengo por aquí algún objeto que me lleve a ti, estoy hecha de aire y a veces necesito algo terrenal que me traiga a este plano, porque no puedo vivir solo de recuerdos. Y entonces gracias a mis recuerdos sé que aún conservo el joyero de porcelana rosa que me regalaste cuando seguramente ya estábamos en la secundaria. Porque fue justamente ese momento en que nos dejamos de regalar muñecas y pasamos a algo más del mundo de adultas, que a ti ya te daba curiosidad y a mi solo me inspiraba temor.

Por muchos años fuiste la más alta del salón y yo la más chiquita. En mi casa el dinero escaseaba por temporadas y tu mamá, que fue amiga de la mía, siempre nos pasaba tu ropa, que para cuando a ti ya te quedaba corta, se volvía justo de mi talla. Así fuiste dejando los atuendos de niña para usar los de adolescente y yo todavía me ponía los de niña, e incluso a veces los de niño que antes habían sido de mi hermano; es el destino de lxs hijxs menores. Todavía recuerdo (nuestro) vestido blanco con girasoles o el jumper de la misma tela con rosas en color vino, que para estas fechas estarían de nuevo en tendencia. En tiempos de adolescencia salía al parque con los patines de Barbie que me heredaste (eran los primeros que yo tenía en la vida), porque si al final yo era la Fenomenoide del grupo, había que serlo con ganas. Tú crecías, tenías crushes, novios, amigas más parecidas a ti y yo no crecía tanto como tú, pero me fui yendo a un mundo distinto al tuyo, que al menos en esa época donde por todo hacíamos un drama, parecían regiones irreconciliables. Puedo imaginar que quizá te chocaba verme con tu ropa de niña, como un recuerdo no solicitado de una edad que ya querías trascender y a la que yo me aferraba.

Durante la secundaria empezaste a pedir que te llamáramos Cristina, aunque yo siempre prefería el de Lia, no conocía a otra persona con ese nombre, salvo tu mamá. Y por eso tampoco me extraña que quisieras ser identificada con tu propio nombre, hacer a un lado el de ella; a mi absolutamente nadie me llama Guadalupe y esa fue la forma en que revolucionamos a nuestras madres, que eran bastante sobreprotectoras con nosotras en esa edad tan confusa. Mucho tiempo usaste un dije que perteneció a tu abuela, también Lia; era de estilo art decó, con un toque setentero y el azul y amarillo predominaban, no sé si lo conservaste pero yo creía que era un auténtico tesoro. Algunas brujas dicen que cuando llevamos el nombre de una familiar cargamos con su historia; si yo tan solo con la de mi mamá siento el peso abrumador, no me imagino lo que experimentarías al portar las historias de tu mamá y tu abuela. También pensaba que Lia era un nombre que te sentaba mejor por tu propensión al “lío”, que lo traduzco como la enorme fuerza que tenías para imponerte frente a lxs demás. Recuerdo aquella vez que Iván te dio un pisotón y lo abofeteaste; en primero de primaria, cuando tenías alergia y jalaste tu escritorio junto al interruptor del ventilador para que nadie lo encendiera. No había nadie en toda la primaria que se atreviera a enfrentarse contigo, porque eras la más alta del salón y más les valía no meterse en tu camino. Por el contrario, yo siempre fui la más pequeña y hubo quien creyó que eso era una invitación al fastidio. Por mucho tiempo creí que ese orden se mantendría tal cual, pero nada más entramos a la secundaria y todo se volvió una pesadilla. Trato de encontrar una foto donde estemos juntas, y caigo en la cuenta que por la diferencia de estatura, siempre nos tocaba estar lejos, pese a que éramos las más unidas de la clase.

Siempre pensé que eras extremadamente femenina. Recuerdo que no faltaba que alguien hiciera una broma sobre tu llanto porque una de tus uñas se rompió (que siempre lograbas llevar pintadas, aunque luego te obligaran a quitarte el barniz). Sé que no era la única que miraba con admiración tu estuche lleno de maquillaje, que siempre te ponías a la hora del descanso y nos prestabas para enseñarnos a ponernos el labial, la sombra, los polvos o el glitter que en esa época una se embadurnaba en el cuerpo; eventualmente, cada una de la banda fue consiguiendo el suyo y a eso nos dedicábamos los 20 minutos que teníamos de receso. El otro grupo de niñas del salón, que eran las de mayor poder adquisitivo, nos veían con mitad de asombro y seguro un poco de envidia porque no se atrevían a lo que tú; creo que también fue por eso que empezaron los rumores. Primero, que entre nosotras hacíamos una especie de aquelarre todos los viernes que nos reuníamos en mi casa. De repente se volvió divertido llevar carretes de hilo negro a la escuela y asustar al salón con la posibilidad de que fuéramos a echarles una maldición. Lo segundo seguro fue más doloroso, porque empezaron los juicios sobre tu cuerpo y lo que hacías o no con él; aunque por diversas razones nos distanciamos, yo también sentía dolor cuando te lastimaban. Por ese tiempo deseaba no ser la más pequeña del salón y tener la fuerza para defenderte, pero ni siquiera me alcanzaba para hacerlo conmigo misma. En esa época no podíamos percibirlo ni llamarlo por su nombre, pero ahora ya lo tengo: fue el patriarcado el que nos rompió y nos separó.

Hace un par de años, durante en mi estancia en la CDMX, se estrenó la serie de Anne with an E. Sobra decir que inmediatamente me identifiqué con Anne, así de soñadora, nerviosa e imaginativa, a veces demasiado para nuestro bien. De ese tiempo hasta el día de hoy que escribo esto, me preguntaba quién sería la Diana de mi vida. Una niña brillante, sensible, hermosa, todo lo femenina y educada que jamás he sido; pero sobre todo, lo suficientemente valiente como para seguir el rumbo de su vida, aún en contra de lo que le hayan dicho que ella debía ser o hacer. Supongo que, como Diana cuando corrió a presentar el examen de admisión para formarse como profesora, así te sentiste aquel día de 2010 que te embarcaste en la aventura de mudarte al país donde siempre soñaste con vivir, aunque tus papás hayan esperado que te casaras por la iglesia con algún yucateco de “buena raíz” y fueras a visitarlos cada domingo, como manda en esta sociedad. Y entonces, me doy cuenta que eres Diana. Aunque en la serie, que por supuesto es más dulce que la vida real, Anne y Diana fueron amigas por siempre, nuestros destinos se encaminaron en lados opuestos. Pero no por ello tu partida es menos dolorosa. Dejamos de vernos cuando entramos a la universidad, y si bien es cierto que hay una parte de la otra que no alcanzamos a conocer, sin duda en ambas habita una persona que prácticamente nos sabemos de memoria. Hoy abrazo a las niñas que fuimos y admiro a las adultas que somos; también deseo con todo mi corazón poder contarle a tu hija la historia de mi amiga Cristina, al menos la que yo tengo la capacidad de relatarle. Algún día nos pondremos al corriente.

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Jimena De los Santos

Leo más de lo que escribo, aunque veces supero el miedo a la página en blanco. Feminista de por vida. No me gustan las llamadas telefónicas.