Una fórmula monstruosa

Jimena De los Santos
3 min readApr 30, 2021

Había encontrado el secreto para detener cualquier tipo de tormenta. Se sorprendió a sí misma al darse cuenta que la respuesta siempre estuvo ahí, al alcance de sus ojos; no recordaba cuántas veces había dejado fluir las hojas del libro entre sus dedos, demasiadas para ser contadas, pero nunca antes se le había ocurrido leer el poema en voz alta en medio de una tormenta.

Todo empezó una tarde de estío, cuando, temerosa de las consecuencias del viento, la lluvia y los relámpagos, se guardó entre la esquina de la habitación y el anaquel de libros, donde estos descansaban en un letargo indefinido. Decidió tomar uno al azar, intentando distraerse de la tempestad que rugía ahí afuera; eligió uno pequeño y delgado, que le había sido entregado al iniciar segundo de primaria, es decir, hacía tres años. En el título podía leerse ESPAÑOL LECTURAS, acompañado de una pintura donde una maestra compartía un libro con niñas y niños.

Gracias a algo que años después ella nombraría como destino y que otras personas llamarían coincidencia, lo abrió en la página 22, cuyo borde estaba decorado con su clásico dibujo de laureles, que solía ponerle a los textos que más le gustaban. Y así empezó todo, con un poema de 4 versos y una ilustración donde la medusa, el dragón y la hidra componían una danza triunfal. Entonó el primer verso: “Siete vidas tengo, tengo siete vidas…”, cuando el viento de afuera comenzó a ceder. Conforme avanzaba en la lectura del poema la tormenta iba apaciguando, hasta apagarse por completo. Quien viera a la niña desde la distancia, pensaría en una brujilla recitando un conjuro.

La siguiente tarde de lluvia torrencial decidió experimentar una vez más, así que volvió a tomar el libro, lo abrió en la página 22, acarició la impresión como si estuviera invocando a los monstruos danzantes y muy segura, invocó el hechizo. Tras pronunciar los primeros versos, los ruidos de la lluvia se volvieron imperceptibles para ella. Una tercera vez probó con leer el poema, pero transcrito en una hoja de papel suelta; por desgracia, lo que había sido un encantamiento se convirtió en simples palabras. Así que la magia solo funcionaba cuando el conjuro era sorteado directamente del libro.

Pronto descubrió que el poema en el libro no solo funcionaba con las tormentas compuestas de agua, viento y relámpagos. También servía abrirlo y recitar el poema durante alguna discusión familiar; como por arte de magia, los gritos de sus padres se confundían entre los versos dichos en voz alta. Y para una de sus mayores alegrías, al conjurar un “Gigantes y enanos: cortad mis cabezas, crecerán porfiadas como las malezas”, se apagaba la tormenta interior que la obligaba a tocarse el pecho para comprobar que su corazón no se había detenido.

Había pasado esa inolvidable tarde en casa de su madrina, jugando a las damas chinas. Antes del anochecer ella y su mamá se encaminaron de regreso al hogar, la pequeña con el estómago lleno de galletas. Una vez en casa su padre las recibió con la peor noticia en la vida de la brujilla: su padre le había enviado sus libros de los años de primaria anterior a Paulina, una prima de la capital, quien a su vez se los habría de ir pasando a sus hermanos. Los padres nunca entendieron por qué esa tarde ella caminó desolada hacia su habitación. Nunca más volvería a tener la fórmula para acabar con las tormentas, algo en ella dormiría eternamente.

Era adulta cuando visitó la capital por primera vez. Le habían recomendado pasar por las calles de anticuarios y, con la promesa de encuentros interesantes, hizo caso de los consejos; entró en el local marcado con el número 7, por pura intuición. Sintió la necesidad de mirar el anaquel con el mismo número, y lo primero que vieron sus ojos no fue una coincidencia. Reconoció la acuática sensación de las hojas entre sus manos, abrió directamente en la página 22, en cuyo borde descansaban unos laureles y entonó, con una sonrisa: “Cabeza cortada, cabeza repuesta: mi espíritu-árbol retoña en la siesta”.

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Jimena De los Santos

Leo más de lo que escribo, aunque veces supero el miedo a la página en blanco. Feminista de por vida. No me gustan las llamadas telefónicas.